Ojos de topacio

Existe un lugar en algún lugar donde se remansan todas las tormentas. Un sitio donde los cansancios desaparecen. Un espacio en el que yo soy tan yo como jamás lo he sido ni lo seré. En el que, tumbado en la blanca y caliente arena, puedo fundirme en eterna contemplación. Cuando lo miro, a la hora del atardecer, es como si mirara fijamente unos ojos de misterioso color topacio. Y su mirada me llena de un sentimiento inexplicable que grita a mi espíritu que se abandone, que rompa sus ataduras y se expanda. A esa hora, a la mágica hora en que las sombras son más altas que los cuerpos, gusto de contemplar esa ensenada, esos ojos de topacio... Mirar sin pestañear hasta que el cerebro, percutido por un sol único y por su reflejo en las transparentes aguas, crea en mí la quimera de una dama que se pasea envuelta en un halo de mágica luz blanca y que me hace gestos para seguirla. Sé que quiere mostrarme un camino que termina en la libertad. Y si escucho con la máxima atención, una melodía como no existe otra parecida llega a mis oídos. Un sonido que me transporta a la época en la que el "todos para uno y uno para todos" era una manera de vivir.

Y allí quisiera quedarme para siempre. Allí, en esos ojos de topacio que hace mucho descubrí pero a los que pertenezco desde el orígen de los tiempos. Esa arena, como una femenina piel dorada de tacto de melocotón maduro, que reacciona erizándose cuando, lentamente, la acaricio con mis dedos, es el lecho donde quisiera descansar todas las noches. Los montes escarpados que ponen ese contrapunto de firmeza a la tersa blandura del entorno se me antojan unos duros pechos femeninos, inaccesibles por lejanos, a la mano si corriera hacia ellos.

Y por qué correr, por qué acelerar nada si su sola contemplación genera en mi alma un tropel de sensaciones, un alud de ensoñaciones. Y, cuando bien levante, bien poniente, deciden hacer acto de presencia, llenan mis oídos húmedos suspiros, jugosas exhalaciones, expresiones acuosas de un prometedor y futuro placer como ningún otro ha escuchado jamás. Tumbarme encima de su arena, pasear mis dedos por ella, escuchar sus gemidos de goce y mirar su ojos de topacio es el acto de amor más puro que jamás hubo.

Y ese lugar debe permanecer en secreto. Algunas veces el secreto es necesario para asegurarnos la pervivencia, para seguir adelante teniendo un motivo. Ustedes me perdonarán, pero mis labios dirán su nombre y de mi boca no saldrá un sonido. Es y será mi tesoro.