Odi profanum vulgus
Durante la canícula, cuando los alienígenas de sandalias y calcetín invaden todos los rincones, incluso los no existentes, suelo abandonar la contemplación diaria de mi mar. Ya en alguna ocasión he escrito que la conducta de estos bárbaros, cuando se desperdigan por las orillas del sagrado mar me violentan con la misma inquina que una herejía a un creyente. Un pueblo culto, conocedor de su historia y de su mitología, evitaría profanar su santuario. Y no creo que exista un tabernáculo más rico en tradiciones que nuestro Mediterráneo.
Pero invocar cultura y respeto en medio del adocenamiento actual equivaldría a convertirse en un dontancredo, blanco de burlas y mofa del virgiliano vulgo profanador. Por tanto, durante el estío, que por estos lares dura casi tres estaciones, suelo cambiar mis usanzas y actuar al contrario de la masa visitante. Bajo con Brego a la playa cuando al sol le queda poco menos de media hora para ocultarse tras los perfiles de la Sierra Bermeja, a poniente. Es durante ese tiempo, que prolongo hasta que la luna se sitúa enfrente, sobre el mar, cuando vuelvo a sentirlo en su plenitud. Yo no hay el tac-tac-tac de barrigudos tenistas de playa que infesten las orillas molestando su contemplación y el arrullo de esas olas que lamen la arena dejando plata tras de sí. Desaparecen los futbolistas que se empecinan en demostrar al respetable sus habilidades; ya no están las "madres-soprano" que amenazan de muerte a sus molestos vástagos si se les ocurriera ahogarse. Se han evaporado esos presuntamente honrados padres de familia que, a horcajadas sobre una colchoneta hinchable decorada con inefables dibujos intentan epatar a sus hijos emulando las cabalgadas de cualquier campeón de surf del momento. Esos cacharros ruidosos montados por gentes que no son capaces de despegarse de sus ruidos y olores en sus lugares de origen, descansan bajo toldos en la arena...
Queda el mar a esas horas tranquilo, vacío de intrusos. Y entonces soy capaz de abstraerme, de ignorar el rastro de basura que han dejado tras de sí. Entonces, el mar me entrega su olor, me regala gradaciones cromáticas inimitables. Y mientras Brego persigue palomas y gaviotas entre ladridos de alegría, comienzo mi liturgia diaria al maravillarme de esta yuxtaposición de mar y cielo, allá, a tres kilómetros y medio, que es donde siempre está el horizonte, por esa transición del azul desvaído y caliginoso al violeta, o al anaranjado, o al rojo. Créeme. Aquí los atardeceres son tan espectaculares que, en ocasiones, dan ganas de aplaudir. Sin saber muy bien a quién. Y cada atardecer, cada ocaso, cada puesta de sol, pone en el corazón una nota de esperanza para el próximo día.