Mapa de sabores
Tengo en mi memoria un mapa de sabores, un arcón a los pies de mis recuerdos donde guardo, junto a libros leídos, olores familiares y latigazos de luz envueltos en sábanas blancas de hilo. Sabores de mi infancia que son como mojones en la polvorienta carretera de mi vida. Recuerdo el sabor de las sopas de pan en un tazón de loza blanca que nadaban en una leche con cola-cao. Un desayuno que tomé, siendo muy niño, en las mañanas valencianas que disfruté con unas tías de mi padre. Ese sabor que no he vuelto a disfrutar desde tan remotos tiempos, no sé si por el pan dulce o por la leche de aquellos tiempos, tan poco higienizada, o por la virginidad de mi boca, tan nueva ante el ignoto mundo de los futuros sabores que me aguardaban. Recuerdo aquellos bollos que mojé en mi primeros cafés en la cafetería Barrachina, en Valencia, delante de mi padre. Ese nombre se convirtió en un tótem de mi memoria, al que asocié sabores, texturas y olores. Recuerdo el olor del humo de la madera de sarmientos quemada con que se guisaba una paella en la terraza de la casa de mi tía Lola. La magia del arroz de tradición milenaria. El gusto de los frutos del mar que aparecían entre el paisaje amarillo…
Todos estos embates de la memoria me aparecieron en tropel un día, sentado en el coche de mi padre, volviendo de la Basílica de San Francisco el Grande, donde asistimos a la misa de difuntos que mi madre había encargado en honor de su tía Conchita. No sé por qué. De repente estábamos hablando del sabor de las aceitunas y de las patatas fritas que servían como tapa o aperitivo con la caña o el vermú de grifo que mis padres pedían sentados en las sillas de hierro verde descascarillado del parque de Quintana, en Madrid, las mañanas de domingo cuando nos llevaban, a mis hermanos y a mí, a montar en las relucientes bicicletas que nos habían regalado los Reyes Magos.
Recordé que allí aprendí a mantener el equilibrio con la boca llena de la sal y el aceite de esas patatas fritas, tan crujientes y tan simples. Se me llenó de nuevo la boca con las esencias de las anchoas que rellenaban esas aceitunas, perlas verdes en su justo punto de vinagre. De repente vi mis patines metálicos y ajustables con ruedas rojas, de marca Sancheski, al mismo tiempo que en la boca renacían aquellas papilas que, por vez primera, sintieron el estremecimiento al recibir su primer boquerón en vinagre. Sonreí sin que nadie me viera recordando el amargo sabor del primer sorbo de vermú que, no sé si a hurtadillas o con la cómplice aquiescencia de mi padre, entró en mi cuerpo. Me ví de nuevo esperando que mis mayores terminaran de beberlo para pedirles el limón, impregnado de su sabor, que estallaba en mi boca al masticarlo.
Descubrí que mi memoria se fortalecía de la mano de los sabores de mi infancia. Volví a ver la calle de mis primeros juegos con la nitidez de una fotografía gracias al sabor de la leche que, cada día, compraba en la vaquería que había dos portales más abajo del mío. Entraba en ella como en una cueva, por el contraste del negro interior y la luz de harina de la calle. Era un pasadizo elevado de cemento renegrido y brillante de pulido por el paso del tiempo, con sendos desniveles a cada lado donde se encontraban las vacas. Recuerdo el olor ácido de excremento y animal, el mono azul abierto hasta el ombligo del vaquero que estaba a cargo de ellas. Recuerdo el recipiente que llevaba para acarrear la leche. Y su sabor. Recuerdo el ritual a que la sometía mi madre. Hervirla, desnatarla, embotellarla. Y mi preferencia por beberla fría. Una preferencia que me dura hasta hoy. He bebido leche en muchas partes del mundo, pero jamás recuperé el sabor de aquella, aunque hay otra leche que también me dejó una huella profunda en la memoria. Era la que repartían diariamente a las once de la mañana en el colegio. ARHYS se llamó mi primer colegio. No. Mi primer colegio no se llamó así. Este fue el segundo y el sabor de aquella leche con la que el dictador nos quería fuertes y desarrollados, de las manos del general Marshall y su estúpido plan de ayuda, va unida en mis recuerdos al dolor en la palma de la mano cuando me equivocaba en alguna de las cuatro reglas y sentía en ellas la caricia de la madera oscura de la regla del director, un albino rosado y maléfico cuyos ojos nistágmicos no descansaban nunca, girando dentro de sus gafas y dejando muy intranquilo a su interlocutor.
Gracias a ese debut en el mundo del castigo generé el rechazo a la autoridad y esa neurosis de la que hago gala. Los olores de aquel colegio, los pupitres de madera, la madera de los lápices Alpino, el plástico transparente con que mi padre forraba mis libros, se funden con los de la mantequilla con que mi madre untaba el pan que nos daba para merendar, mientras nos sentaba a mi hermana Elisa y a mí en la mesa de la cocina a hacer los deberes, a aprendernos las tablas de multiplicar, a leer las horas en el reloj y a copiar al dictado aquellas historias del Barón de Munchausen, o de Bernardo del Carpio y otros libros que, ya en su infancia, habían pertenecido a mi padre o a mi tío Mariano. Tardes aburridas con las piernas tapadas por las faldas verdes de terciopelo de la mesa camilla, calentándonos los pies, quemándonos las rodillas o jugando a aguantar el calor que acumulaban las suelas de nuestras zapatillas y que recibíamos del brasero eléctrico que poníamos en el hueco redondo de la tabla de madera del suelo.
También recuerdo cómo sabía el roscón de Reyes que mi padre compraba, siempre antes de la fecha, y que traía en cajas. Ese sabor de agua de azahar que nunca he vuelto a encontrar y el color de las frutas escarchadas que me intimidaba, hasta el momento en que me atreví a mordisquear una y sufrí una pequeña revelación mística. Un descubrimiento que me puso por delante de mis hermanos pequeños, a los que robaba los tesoros de colores verde, amarillo, rojo o naranja, haciendo cúmulo de ellos en mi platillo. Asociados a esos sabores vienen la algarabía y la decepción al comprobar, año tras año, que la judía o el pequeño muñeco de porcelana siempre se los llevaba alguien que nunca era yo, alguien elegido de los dioses que reglan este tipo de albur.
Muchos sabores. Muchas sensaciones. El cocido madrileño que los domingos preparaba mi madre, tan odiado cuando era pequeño, tan reclamado ahora, que ya no está. La ternura de los garbanzos que mi padre aplastaba con el tenedor hasta conseguir un puré de muy alta consistencia, masa de un volcán que edificaba tan alto como podía para, una vez practicado el cráter, llenarlo de aceite virgen de oliva hasta el borde, haciendo las delicias de todos nosotros, para acto seguido volver a aplastarlo. Una ceremonia que yo he repetido cuando he tenido la suerte de volver a enfrentarme a tan maternal manjar. Y del cocido sus consecuencias, el lunes, martes o miércoles: las croquetas. Las espectaculares e inimitables croquetas de mi madre. Nunca las he comido tan buenas. En cada restaurante, tasca o mesón donde he ido y las ofrecían me he permitido desafiar la receta de mamá. Nunca ha perdido. Nunca. Antes de su cierre, las pedí en La Bardemcilla, donde incautamente anunciaban en su menú las croquetas de jamón como “las mejores del mundo”. Esperaba expectante, como siempre, que llegaran humeantes de la cocina. Primero observé su tamaño. Nunca serán tan generosas como las que preparaba mi madre. Su aspecto externo tampoco superaba a aquéllas. Su masa, demasiado cremosa, casi empalagante y su contenido en jamón, casi de posguerra. Una vez más, mi madre resultaba ganadora.
Lo mismo podría decir de la tortilla de patatas, de las lentejas, de las judías blancas con chorizo… Tantos y tantos sabores de mi niñez y mi juventud que empedraron mi alma y mi paladar y que pertenecerán por siempre a la autoría de esa mujer que es todo amor y todo disciplina. A la mujer que menos entiendo. A uno de los seres más complejos que nunca he conocido. A mi madre. La madre que me parió.
Hay otros sabores que me llevan en volandas a otros tiempos. El “pan amb tomaca” que degusté todas las mañanas desayunando con mi hermano Santiago en aquel fatídico viaje que hice hasta Martorell cuando supe que tenía cáncer. Desde entonces, asocio ese manjar a la comida de los valientes, al alimento de los campeones. El sabor de los boquerones malagueños me lleva siempre a almuerzos en el chiringuito en el que mi hermano Antonio trabajó y al que yo iba de vez en cuando para verle en acción, luchando por su vida, labrando su futuro, indiferente a críticas paternales o a convenciones sociales. No he vuelto a probar un boquerón que no llene mi boca de independencia y madurez.
Y el vino. Amo el vino. No puedo recordar cuándo fue la primera vez que lo bebí. Habiendo nacido en Madrid, soy mediterráneo, desciendo de mediterráneos y por mis venas corren vinos desde la época de los fenicios. El vino es mi cultura. Es la bebida que prefiero en cualquier ocasión. No soy un gran entendido en vinos, porque creo que no hay que entenderlos. Soy de vino porque mis raíces se agarran a una tierra seca donde nacen las mejores uvas. Sólo sé cuándo es bueno un vino después de beberlo. Como toscamente dice mi hermano Santiago, “si es de uva, es bueno”. Huyo de los esnobismos de marcas, añadas y denominaciones de orígen. Pero aprecio los colores, los tonos, me emociono con sus lágrimas y reconozco gustos y retrogustos. “Comer sin vino, comer mezquino”, dicen. A mi me gustaría ampliar: “Vivir sin vino, vivir mezquino”.
En mi familia, en mi cultura, los grandes hitos han estado marcados siempre por banquetes. Siempre hemos celebrado a vueltas de una mesa. Pienso que no existe ningún lugar mejor para hacerlo. Si dispusiéramos de imágenes, de fotografías de esos momentos, podríamos hablar de felicidad, tristeza, muerte, nacimiento, incorporación de nuevos miembros a la familia, desaparición de algunos de esos miembros, riqueza, pobreza, ocasiones felices o tristes… Nunca se me había ocurrido, pero la historia de una familia es la historia de sus comidas familiares. No haría falta ningún testimonio notarial para poder hablar de ella.
El mar y sus frutos siempre los llevaré ligados a las vacaciones infantiles con mis padres. Siempre, indefectiblemente, buscando el Mediterráneo. No importaba en qué parte. Levante, Levante Almeriense, Andalucía,… El olor de las fritangas que acompañaban la degustación de los calamares a la romana, los chopitos, las gambas al ajillo, el pez espada o cazón. Los adobos, las tortillas de camarones… Siempre con acento andaluz. Y esos sabores me llevan lejos, muy lejos. A Motril, a Calahonda, a Estepona… A sitios mágicos porque era mágica la vida en ellos. Recuerdos de mar en la boca y en la piel, siempre quemada. Olor de Aftersun. Un millón de pecas en mi cara. Recuerdos de pueblos ribereños de pescadores que hoy son emporios turísticos. Buceo con mi padre en las aguas calientes de Calahonda, buscando pulpos. Allí vi por vez primera cómo se preparaba después de sacarlo del mar. Cómo se volteaba su cabeza, cómo se ablandaba su carne golpeándole contra las piedras de la playa, cómo se cortaba y cómo se preparaba. Oía en el aparato del chiringuito a Chuck Berry cantando “Roll over Beethoven” y me gustaba esa música, nueva para mí.
También recuerdo a mi madre haciéndonos, a mi hermana Elisa y a mí, buscar coquinas en la playa de Tabernes de Valldigna, en Valencia. Llenábamos cubos de playa y luego mi madre las preparaba en casa, con mucho ajo y vino blanco. Mientras escribo esto estoy salivando como uno de los chuchos de Pavlov al oír su campanilla… Y el bacalao. Esa pasión que no es secreta. Ese gusto que compartía con mi padre. En todas sus acepciones y sus gustos. Cambiándonos direcciones de restaurantes donde, por separado, lo habíamos comido de una manera diferente. Mi padre llamándome desde algún lugar de España o Portugal para confiarme su último descubrimiento. O guardándome recortes de prensa de críticas gastronómicas de elaboraciones a base de bacalao… Igual que el arroz caldoso… Igual a tantas y tantas otras cosas…
Sabores. Tengo en mi ser un mapa de sabores como un arcón a los pies de mi memoria, donde guardo tantos y tantos momentos sabrosos. Tantos sabores momentáneos que quedaron para la efímera eternidad de mi recuerdo…