El Spleen
Sucede en esta época del año que gusto de observar el mundo a mi derredor con detenimiento, con exquisita lentitud y delectación. El vértigo del que soy presa durante el estío, la desazón que me anega durante la primavera y la meditativa introspección en la que me sumo durante el invierno desaparecen con el cambio de color de las hojas, con el sabor dulce de las primeras uvas en mi boca.
En otoño una música apacible hace presa en mí desde que asomo al mundo por la mañana. Un compás pausado, sosegado, en el que violines, fagots, flautas, tubas, violoncelos y piano ponen armonía a la caída de las hojas, a la bruma que juega entre los montes y colinas frente a mi casa, dejando aparecer, cuando se retira, la más variopinta gama de rojos, verdes, amarillos y naranjas en una paleta cromática tal, que no ha habido ni habrá nunca paisajista que sepa recogerla y hacerla suya.
Y en mitad de esa sinfonía de colores surge de mi interior una melodía dulce, el adagio de la calma, de la paz. Música que viste la desnudez de los árboles, que presagia la adelantada muerte del sol, el advenimiento de la diosa luna. Verdadera estación de los sentidos, de la sensualidad. Estación del silencio en la que gritan a pleno pulmón los sentimientos. Y esta música trae consigo lluvia que cae sobre la tierra sedienta, sobre el polvo y la suciedad.
Y es entonces cuando, año tras año, descubro que la lluvia es más que agua del cielo. Que es olor de la tierra, de la hierba, de los árboles. Que es el silencio momentáneo de los pájaros, el descanso para un sol que a veces juega a aparecer con exiguos rayos entre la masa de nubes, para engalanar el entorno con un misterioso juego de plúmbeas luces que hacen indefinidas y confusas las horas del día y me aproximan a la idea de moradas deíficas.
Y mientras todo esto sucede, Bach, Vivaldi, Delalande y otros maestros del barroco me ayudan a comprender, a profundizar en los milagros que ante mí se producen. Entre los acordes de sus obras acierto a encontrar el perdón, el que debo por las ofensas contra mí cometidas y el que me deben por los pecados que, necesaria, vitalmente, he cometido, cometo y cometeré. Y entre sus notas vislumbro el camino. Mi camino. El que estoy impelido a seguir.